Durante los siglos XVII y XVII en España la celebración de acontecimientos públicos, en los que normalmente se unía lo sacro y lo profano, tuvo un carácter lúdico y propagandístico bajo el signo deslumbrador y sorprendente de la cultura visual barroca, que implicaba una actuación artística para adornar y modificar -aunque fuese de forma temporal- el escenario urbano o al menos aquellas partes que marcaban los itinerarios festivos o ceremoniales.
Con motivo de los recibimientos de personajes ilustres, inauguraciones, canonizaciones o festividades del calendario litúrgico como el Corpus Christi, la ciudad se transformaba. Las fachadas de las casas se revestían con vistosas colgaduras, tapices e incluso con pinturas, por las calles desfilaban espectaculares cortejos animados con profusión de figuras alegóricas, se sucedían carrozas y mojigangas, músicos y danzantes, se encendían luminarias y fuegos de artificio, se organizaban juegos de cañas y corridas de toros, y, según los casos, se construían arcos de triunfo o aparatosas arquitecturas efímeras y tramoyas compuestas por estructuras de madera ricamente adornadas con esculturas y lienzos de complicada iconografía, cargados de mensajes simbólicos procedentes de la literatura emblemática.
Asimismo, los fallecimientos de personajes reales daban lugar a la organización de solemnes exequias. Las decoraciones fúnebres tenían menos opulencia externa que las de los fastos, aunque para celebrar los funerales se fabricaban colosales catafalcos que solían situarse entre los dos coros de la Catedral Primada. Se trataba de obras provisionales de arquitectura en madera, cartón y lienzo, con una rica profusión de cornucopias, pirámides, calaveras, tarjetas con emblemas y jeroglíficos, figuras alegóricas y representaciones simbólicas alusivas tanto a las virtudes y hazañas del difunto, como al poder y gloria de la monarquía.
Entre los años 1650 y 1725 -período acotado para el presente estudio- en Toledo tuvieron especial relieve las fiestas organizadas con motivo de la beatificación de fray Tomás de Villanueva en 1653, la canonización de Fernando III en 1671, la entrada de la reina madre doña Mariana de Austria en 1677, y los recibimientos públicos a Carlos II y Mariana de Neoburgo en 1698 y a Felipe V en 1723, así como la celebración de honras fúnebres por Felipe IV en 1665, por Carlos II en 1700 y por Luis I en 1724, sin olvidar los festejos anuales del Corpus.
Con motivo de los recibimientos de personajes ilustres, inauguraciones, canonizaciones o festividades del calendario litúrgico como el Corpus Christi, la ciudad se transformaba. Las fachadas de las casas se revestían con vistosas colgaduras, tapices e incluso con pinturas, por las calles desfilaban espectaculares cortejos animados con profusión de figuras alegóricas, se sucedían carrozas y mojigangas, músicos y danzantes, se encendían luminarias y fuegos de artificio, se organizaban juegos de cañas y corridas de toros, y, según los casos, se construían arcos de triunfo o aparatosas arquitecturas efímeras y tramoyas compuestas por estructuras de madera ricamente adornadas con esculturas y lienzos de complicada iconografía, cargados de mensajes simbólicos procedentes de la literatura emblemática.
Asimismo, los fallecimientos de personajes reales daban lugar a la organización de solemnes exequias. Las decoraciones fúnebres tenían menos opulencia externa que las de los fastos, aunque para celebrar los funerales se fabricaban colosales catafalcos que solían situarse entre los dos coros de la Catedral Primada. Se trataba de obras provisionales de arquitectura en madera, cartón y lienzo, con una rica profusión de cornucopias, pirámides, calaveras, tarjetas con emblemas y jeroglíficos, figuras alegóricas y representaciones simbólicas alusivas tanto a las virtudes y hazañas del difunto, como al poder y gloria de la monarquía.
Entre los años 1650 y 1725 -período acotado para el presente estudio- en Toledo tuvieron especial relieve las fiestas organizadas con motivo de la beatificación de fray Tomás de Villanueva en 1653, la canonización de Fernando III en 1671, la entrada de la reina madre doña Mariana de Austria en 1677, y los recibimientos públicos a Carlos II y Mariana de Neoburgo en 1698 y a Felipe V en 1723, así como la celebración de honras fúnebres por Felipe IV en 1665, por Carlos II en 1700 y por Luis I en 1724, sin olvidar los festejos anuales del Corpus.
(TRABAJO DE MARINA PUJOL)
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