Llueve. El viento acompaña una tenue lluvia, que moja el periódico y hace desaparecer como por arte de magia las noticias de la portada. Supongo que eran malas noticias. A lo lejos se empieza a acercar una tormenta y me da la sensación de que va a durar todo el día. Siempre me han gustado los días lluviosos. Vuelvo dentro y cojo mi silla plegable, la extiendo y me siento mirando a la calle.
Aún es pronto y mis vecinos todavía no se han levantado para recoger su ejemplar del diario. Me pregunto si también les habrán desaparecido las noticias de la primera página. Empieza a llover con más fuerza, y se oyen los golpes metálicos de la lluvia sobre los coches aparcados en la calle.
El olor de la lluvia me tranquiliza, y me transporta a un lugar que no es de este mundo. Un lugar donde llueve todo el tiempo, no existen ni las horas ni los minutos, y nunca sale el sol. Todos los días se repite lo mismo, pero nunca me aburro de ver cómo se va inundando todo.
De pronto, un trueno me hace saltar de la silla, y dejo atrás mi sueño. Me levanto y me fijo en que la tormenta está avanzando hacia mí como si me acechara. Miro el reloj, aún es pronto. Miro al cielo y cierro los ojos. Entonces siento como si la lluvia me hablara, me golpea suavemente en los ojos, la nariz, la boca, como si quisiera decirme algo. Intento escuchar sus palabras. No creo que hable de cosas de este mundo. Habla de sueños. Sueña con ver el sol.
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